La semana pasada recibimos el anuncio de que James Cameron pretende hacer cuatro secuelas de Avatar. Cuatro nuevas entregas que le mantendrán ocupado, como poco, hasta 2023, año en el que tiene previsto estrenar la última de ellas. Sobre las implicaciones de dedicar la segunda mitad de su carrera a una mitología tan exitosa como fugaz (¿quién ansía de verdad ver más de Avatar?) ya han hablado Noel Ceballos y Javi Sánchez en GQ. Lo que me interesa preguntarme es otra cosa distinta, aunque de algún modo hermanada: ¿qué ganamos y qué perdemos cuando un director decide sacrificar buena parte de su carrera en un único proyecto?
Quizás en el caso de Cameron la duda nos asalte mucho antes por la mencionada ausencia de calado cultural de su universo azul, pero es algo que ya hemos vivido antes con otros directores cuya carrera ha estado profundamente marcada por una franquicia en la que han volcado un esfuerzo titánico. George Lucas, Peter Jackson o George Miller son indisociables de Star Wars, El señor de los anillos y Mad Max.
George Miller puede ser un caso no tan evidente porque su saga ha ido salpicando su filmografía durante un periodo de tiempo que abarca 37 años, pero hablamos de cuatro películas en la filmografía de un tipo que ha rodado sólo 11 películas hasta la fecha. Casi media carrera en la que, eso sí, su propio universo postapocalíptico ha mutado y se ha refinado de una película a la siguiente sin despeinarse, viviendo con su última entrega su momento de máximo esplendor. Más que una saga, podría decirse que Mad Max ha sido un proceso de destilación. En ese sentido nadie puede reprochar a Miller haberse volcado en una franquicia en la que cada paso (exceptuando una tercera entrega en la que problemas personales le obligaron a delegar parte de su labor en George Ogilvie) ha sido una constante búsqueda y depuración de estilo comparable a la de muchos artistas plásticos. Haber cortado ese proceso hubiera sido un crimen para el cine y nos habría hecho perder lo mejor y más genuino de un director que ha alcanzado su esplendor pasados los 70 años.
El señor de los anillos fue el sueño adolescente de Peter Jackson convertido en realidad. Para el neozelandés no sólo implicó trasladar por primera vez la trilogía íntegra al cine, sino hacerlo de una forma irreprochable. Personalmente no soy el mayor fan de la saga y, como mucha otra gente, podría ponerle unos cuantos peros en lo que a la extensión de ciertas partes se refiere, pero sigue siendo un trabajo excepcional, casi perfecto en su equilibrio entre la fidelidad al material original y las necesidades propias de un relato cinematográfico. Jackson se sumergió la friolera de 7 años en adaptar la trilogía, desde que los Weinstein consiguieron los derechos para adaptar la obra de Tolkien hasta que se estrenó El retorno del rey. Un esfuerzo que, visto el resultado (tres películas estupendas, una legión de fans y 12 Oscars de propina), no fue baldío.
Sin embargo el tremendo éxito de la trilogía empujó a Jackson a sacarse la espinita de El hobbit, la cuarta novela en discordia, cuya obtención de derechos fue aún más peliaguda que la de la trilogía previa. El libro, conocido por narrar una historia más ligera y concisa, más amable si se prefiere, parecía idóneo para conseguir una película más cercana a Willow que al mastodóntico trabajo anterior de Jackson, pero en pleno apogeo de las trilogías y sagas interminables, el libro pasó a concebirse como un díptico fílmico. Jackson, que ya había saciado su hambre de recrear la tierra media, delegó la labor de director en Guillermo del Toro, que tras dos años de trabajo abandonaría el proyecto por los constantes retrasos y problemas financieros del proyecto. Así que Jackson, que se había embarcado con Steven Spielberg en una nueva trilogía sobre Tintín y que había adaptado The Lovely Bones, decidió tomar los mandos, seguramente a petición de Warner, e invertir otra ingente cantidad de tiempo en repetir con peor material, más prisas y menos entusiasmo, su trabajo de hacía 10 años. Rodada pensando en dos únicas entregas finalmente derivo en trilogía, para lo que hubo que añadir 12 semanas de rodaje adicionales después de una producción más de un año. En definitiva, Jackson invirtió entre ambas trilogías más de una década de su vida y, si bien en el caso de la primera trilogía el esfuerzo valió la pena, en el caso de la segunda cuesta decir lo mismo. Del Jackson irreverente, curioso y divertido no sabemos si queda algo. Su última película interesante fuera de la saga es Agárrame esos fantasmas, un título de 1996, cuya chispa se echa mucho de menos.
Pero si alguien ha estado marcado por una franquicia más que ninguna otra persona, ese es George Lucas. Dirigió THX 1138 y American Graffiti. Tras ellas llegaría Star Wars y a partir de ahí, salvo por su trabajo como productor y guionista en otra saga mítica (Indiana Jones), toda su carrera sería una dedicación en exclusiva al universo galáctico. Teniendo en cuenta el impacto cultural y social de la saga, que siegue estando intacto 40 años después, no se puede decir que su esfuerzo no haya valido la pena. Ahora bien, la saga dista mucho de ser intachable, sobre todo en la segunda trilogía orquestada íntegramente por Lucas, obcecado con las posibilidades de los avances tecnológicos del momento y con la explotación comercial de la saga, quedando la historia en un segundo plano. Star Wars tiene tanto de fenómeno cultural como de negocio multimillonario, permanentemente impulsado por Lucas. Debido a esta explotación y revisión constante nunca sabremos si perdimos a un cineasta interesante en el camino o si el Lucas autor agotó todo su mojo en la década de los 80. Cuesta pensar en alguien como artista cuando su ambición creativa se apago hace casi 3 décadas.
A diferencia de Lucas, su buen amigo Steven Spielberg siempre ha mimado su carrera y no sin dedicar también buen tiempo a sagas como Indian Jones (con cuatro películas a sus espaldas) y Parque Jurásico (dos títulos más). Pero nadie se atrevería a limitar el legado de Spielberg a esas dos franquicias, ni siquiera a nivel de impacto cultural. Hablamos del mismo tipo que ha dirigido La lista de Schindler, Salvar al soldado Ryan, Encuentros en la tercera fase, E.T. o Tiburón. Un tipo que ni siquiera se siente cómodo cultivando un único género y cuya filmografía es de las más ricas y reivindicables del Hollywood actual, además de haber sido un referente, quizás el principal, del grueso de directores de generaciones posteriores. Para mí es el paradigma de lo que debería ser un director afincado en el cine comercial pero nunca acomodado en el mismo.
Hablar de responsabilidad artística sería injusto, “deberse a su público” no lo es menos, cada creador es libre de configurar su carrera a su antojo y James Cameron está lejos de ser un tipo con cuentas pendientes que justifiquen algún tipo de compromiso. Su decisión de rodar cuatro secuelas del tirón, casi como una miniserie según sus propias palabras, es algo que no queda más remedio que respetar por mucho que nos amargue verle lejos de cualquiera de las permutaciones que tuviéramos en la cabeza aquellos que le hemos seguido y admirado durante años.